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miércoles, 13 de octubre de 2010

Cascabeles en el desierto. Capítulo VI.

El teléfono apenas sonó una vez y Ángela ya había descolgado. "Nada de nada", eso había dicho Pedro. Seguirían buscando mañana por la mañana. De noche no podían salir a buscar a nadie por aquel abrupto lugar, si es que Marcos estaba por allí. La pena pesaba cada vez más y se le agotaban las excusas para las pequeñas. "Un viaje de trabajo", muy socorrida solución. Cada vez que pronuciaba esa palabra, trabajo, se imaginaba a su marido encima de alguna secretaria. Encima estaba lo de Pedro. Menuda situación. Es muy difícil recurrir a tu amante ocasional para que busque a tu marido. Quizás amante sea una palabra demasiado grande. Ella ya sospechaba de Marcos, pero se hacía la loca por el bien de su hogar ("qué rara estás últimamente, cariño", afirmaría el infiel). Creyó que sería algo transitorio, pero cuando se ama de verdad, basta una pequeña chispa para provocar el peor de los incendios y, al final, se hizo insoportable llevarlo sola.

Y allí estaba Pedro. Fué tan amable aquel sábado. Aparcada en el arcén llorando una de las miles de veces que lloraba por su culpa, paró el coche patrulla al lado del suyo, creyendo que tenía alguna avería mecánica. "Que va, lo mío es una avería del corazón", le dijo entre lágrimas. Cariñosamente, él había pasado su enorme mano por su mejilla: "Nadie debería hacerla llorar". La acompañó a casa. Agradecida, le invitó a pasar y sin saber muy bien cómo, acabaron haciendo el amor ("estuvieron mancillando mi lecho", diría Marcos). Nunca había estado con otro hombre que no fuera Marcos. La ternura de aquel momento, de aquel Acontecimiento, no la alivió precisamente. Más bien todo lo contrario, le hizo recordar más aún sus disecados momentos felices con su marido ("siempre te amaré, aunque te conviertas en una foca, con bigote y todo" solía decir él). Una añoranza imposible de superar, ni siquiera en los brazos de un hombre tan encantador y bueno como Pedro.


Su único encuentro lo cambió todo. Si ella se arrepentía tanto de lo que había hecho, estaba convencida de que antes o después a Marcos le pasaría igual. Todo sería como antes. Se amarían como colegiales para siempre. Así que decidió mirar para otro lado y soportar la carga el tiempo que fuera necesario. Pedro lo comprendería. Iba con su carácter. Lo suyo no había significado nada más que sexo. Un intercambio mútuo de placer en un momento delicado, nada más. Nunca nadie sabría nada de ésto. No se volverían a ver. Pero cuando Marcos desapareció, se vió desamparada. Sabía, todo el mundo lo sabía, que Pedro era el mejor en su trabajo, todo el mundo confiaba en él. Así que esa misma mañana le había llamado. No le defraudó, apareció rápidamente y no puso objeciones en ayudarla. Todo parecía normal, ni rastro de resentimiento. Era un buen tipo.



No se molestó en acercarse a la cocina. No podía comer. Los nervios ocupaban el lugar que le correspondía a la comida que tanta falta le hacía. Le daba igual. Tumbada en la cama, sola, sin poder alargar un brazo para tocar a su Marcos. Sin notar su calor cerca, su acompasada respiración que como una canción de cuna la mecía hasta que se dormía profundamente. No podría soportarlo. Si él faltara, no podría vivir."Yo tampoco", habría dicho sin dudarlo él hace unos años, pero ahora...

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