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jueves, 7 de octubre de 2010

Cascabeles en el desierto. Capítulo III.

Ni con esas tremendas ojeras que en vano habían intentado eclipsar sus bellos ojos verdes podría decirse que tenía mala cara. Las preocupaciones la consumían un poco cada día, adelgazando algún kilo ("no hay mal que por bien no venga", diría su marido) y restándole parte de su reparador sueño ("ya dormirás en la caja", otra frase típica de él). El obligado alboroto que iba de la mano al preparar un desayuno para dos niñas había dejado paso a un silencio que ya lo quisiera más de un velatorio. Ahora, sola, su cabeza no paraba de trabajar y trabajar. Tras subirse las crías al autobús, se acercó al dormitorio. Se despojó del camisón, dejándolo caer hasta el suelo de madera. El sol no pudo más que dibujar su preciosa silueta, acariciando su contorno con su cálida luz. Tras unos lentos pasos, entró en el baño. El espejo le devolvió una imagen que hasta a ella le pareció hermosa ("estás para mojar pan dos veces", dijo otra vez la voz masculina en su cabeza). A cualquier persona le habría parecido lo mismo. No era precisamente joven, pero si vestida conseguía que los hombres volvieran la cabeza para contemplarla, ahora seguramente caerían de rodillas para adorar su templo.

Mientras el vapor convertía la ducha en una improvisada sauna, ella no dejaba de recordar con melancolía los primeros años de su matrimonio, cuando la felicidad había amurallado su mundo. Cuando cada noche se acostaba con la misma sonrisa que nació al despertarse por la mañana. Cuando él la tocaba con paciencia y ternura. Cuando hablaba con ella a través de sus preciosos ojos color caramelo. Cuando sabía que era la única para él... Cerró bruscamente los ojos y a pesar de que el agua hervía, a ella le pareció por un momento que se había duchado con hielo. Cogió el albornoz y con una toalla secó con mimo su rubia melena. Un poco de crema repartida suavemente por el cuerpo ("me estoy poniendo malo" diría el traidor).

"¡Maldita sea!", masculló. Era imposible sacarse la idea de la cabeza. La imagen de verle con otra mujer. Todo por culpa de aquel nuevo trabajo. La oficina era un hervidero de jovencitas bien vestidas ( "más apretadas que los tornillos de un submarino") y él era un tipo bastante atractivo. Había perdido algo de pelo con la edad, pero tenía planta. Lo que no sabían esas zorras es que era un hombre casado con familia. Lo sabía porque encontró su anillo de casados en el bolsillo de la chaqueta. Seguramente se le olvidó ponérselo al salir del trabajo. Tantas horas extras, tanto trabajo acumulado, tantas mentiras... El mar se desbordó. Ni aquel tupido albornoz pudo contener la marea de lágrimas que regó sus mejillas. Pero ni siquiera en aquel momento dejó de brillar. Era hermosa y eso era inevitable ("para lo que te sirve", espetó el mentiroso). Igual de inevitable era amarle y preocuparse por él. Maldito amor.

Fuera, el sonido de un motor hace que salga de su autocompasión. Le sigue un ruido metálico y varios firmes pasos. Como una adivina, acierta el momento justo en que suena el timbre. Se levanta. Como una adivina ya sabe quién es. Como una adivina sabe qué le dirá él, pero eso no evita que el nudo en el estómago juegue con sus entrañas. La alta silueta del hombre que impaciente espera en el exterior es muy familiar para ella, quizás demasiado.
-Hola, gracias por venir tan rápido.
-Buenos días, Ángela.

2 comentarios:

Iván dijo...

La verdad que me estas dejando alucinado tío, parece que has hecho esto toda tu puñetera vida, tu no estabas de conserje???? jejeje.

De verdad de PM, consigues que este totalmente concentrado leyendo tus relatos, enhorabuena.

Anónimo dijo...

Es que el hábito no hace al monje, Iván, y cuántos profesores y "profesorísimos" de literatura habrá que no se atreven a darle forma a un relato similar.

Nos tienes de lo más entretenidos. Vas bien, sigue, sigue, que lo del árbol y el hijo es mucho más fácil, créeme. ;-D

BB