ADVERTENCIA: Algunos contenidos de este blog pueden herir la sensibilidad de la gente sin humor o con problemas de tránsito en el tramo final de su orto. La ironía es clave aquí. En caso de intolerancia, consulte a su proctólogo.

martes, 22 de marzo de 2011

La foto que me salvó...

...o la primera anécdota...o la primera aventura. No consigo decidirme por uno de éstos títulos para esta entrada, pero cualquiera de ellos resume a la perfección una historia que me ocurrió hace muchos, muchos años. Corrían los finales de los ochenta y yo contaba con unos diez u once años. Mi colegio organizaba todos los años dos o tres salidas de varios días a la montaña. Preparaban rutas de senderismo, acampada y cosas así. La mayoría de mis compañeros llevaban hacíendolo varios años, pero a mí, quien me lo iba a decir, no me llamaba la atención lo más mínimo. Digamos que por aquellas fechas yo era de complexión perezosa. Nunca había salido del abrigo de mis padres más que alguna noche suelta a casa de un amiguete y poco más. Ese año no sé que me dió que me animé y me apuntaron al campamento. Eran cinco días en Villanúa, cerca de Jaca, para recorrer algunas zonas del pirineo Aragonés. Mis padres me tuvieron que comprar una mochila (de esas con varillas de metal en la espalda que no había dios que aguantara), un saco de dormir, una cantimplora que duró sin abollarse más o menos medio día y unas playeras Puma para caminar por el monte (¿?).

Mi primer viaje largo en autobús me hizo descubrir que los órganos que tu creías internos pueden intentar convertirse rápidamente en externos. También me hizo probar por primera vez la Coca-Cola americana, con unas latas con colores alucinantes que nunca habíamos visto y con el doble de azúcar que la española. El conductor del autobús se encargó de traficar con el veneno de color caramelo con los niños de mi clase (incluído yo) y se hizo con una buena hucha a costa del mono que teníamos todos de aquella bebida burbujeante. Yo no era un niño especialmente activo, quien me ha visto y quien me vé, por lo que cada día de marcha era una paliza para mí así que el día que nos ocurrió nuestra particular aventura, yo ya iba digamos que en la reserva.

Subimos a una montaña de cuyo nombre no podría acordarme ni aunque quisiera porque ya no debía tener ni un miligramo de glucosa en el cerebro. Nos colocaron en grupos de cuatro y nos propusieron la siguiente actividad. Bajaríamos la montaña a intervalos de dos minutos entre grupos siguiendo el camino y un río a modo de contrarreloj. El grupo que tardara menos tiempo, lógicamente ganaría. Pues os adelanto que nosotros precisamente no ganamos. Salimos todo lo rápido que pudimos, pero no se en qué momento perdimos el rastro y comenzamos a meternos en un frondoso bosque. Seguimos bajando entre la maleza y en un mal paso una compañera se esguinzó el tobillo. Pues hála, a turnos con la niña subida a la espalda y para abajo. Al rato oímos voces y nos juntamos con otro grupo que se había perdido también. Nos vieron gracias a que a mi compi Javier tuvo la genial idea de lanzar una piedra por encima de los árboles para que vieran dónde nos encontrábamos, sin saber, o eso quiero creer, que la piedrecilla caería sobre mi inocente espalda, lo que me provocó un vaciado instantáneo del aire que contenían mis jóvenes pulmones. Creyendo que teníamos suerte porque así teníamos relevo para hacer de mula de carga con la tullida nos encontramos con tres niñas llorando con un ataque de nervios y un niño que se había caído y se había golpeado en la cara con una piedra. Con este planazo seguimos deambulando por el bosque durante horas, pegando gritos para ver si alguien nos oía.

Como bien sabía Murphy, cuando las cosas pueden ir peor, irán peor. Acabamos metidos en una trampa de zarzas que nos obligó a meternos en un río que nos bajaba por la derecha. Con el estupendo agua del deshielo (era Marzo) hasta nuestras redondas cinturillas tuvimos que avanzar casi un kilómetro hasta que pudimos volver a salir a tierra. Los gritos de socorro y auxilio que habíamos estado soltando por nuestras bocas en celestial coro fueron tornándose en insultos hacia los profesores por habernos metido en semejante berenjenal. Cuando el sol comenzó a agazaparse tras las montañas, el pánico se apoderó de nosotros, sobre todo cuando alguien aseguraba que había oído el aullido de lobos. En aquellos momentos yo no hacía más que pensar en mis padres, en lo mucho que los quería y con el rostro cubierto de lágrimas pensé de pronto en mi cartera. En ella llevaba una única foto, era de mi padre cuando estuvimos en el País Vasco. Llevaba un chubasquero y unos vaqueros y un largo palo en su mano a modo de bastón. Posaba feliz, con unos treinta años, en una pradera verde y con una valla de alambre de espino a su espalda. La excursión por el río la había arrugado de la humedad y la cartera había teñido de rojo uno de los laterales. Siempre fuí un niño muy serio y obediente y creo que fué la primera vez en mi vida que me negué a aceptar lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Yo no iba a morirme en aquella ladera.

Cogimos a la chica coja entre dos y nos lanzamos hacia abajo. Al poco rato llegamos a una pista forestal y siguiéndola unos pocos kilómetros nos topamos con un señor conduciendo una furgoneta que amablemente nos recogió. Alguno pensará que fué una temeridad montarnos con un desconocido, pero eran otros tiempos, como dicen los abuelos. El viaje duró poco porque nos cruzamos con los Land Rover de la Guardia Civil que iba en nuestra busca, con nuestros queridos profesores dentro. Empapados, cabreados y medio hipotérmicos nos cagamos en toda su estampa. Todo sin saber que me proporcionaron mi primera vivencia extrema, un recuerdo para toda la vida y una anécdota, la primera grande que recuerde desde luego, que contar. Todo sin saber que aquellos mismos odiados profesores serían los mejores y más queridos por mí de toda mi vida. Todo sin saber que los Pirineos inyectaron su veneno en mí para siempre. Todo sin saber que aquella foto iba a ser la foto más importante de mi vida.

3 comentarios:

Ivan dijo...

Pa matar a los putos profesores, la que liaron con el jueguecito.

Dave The Rake Goldman (bad to the bone) dijo...

¡Qué gran historia Moi! La verdad es que eran otros tiempos, hoy n se le ocurre a un profesor ese juego ni de blas, macho; sólo con ocurrírsele ya tendría al consejo escolar dando la matraca. Así pasa, que los niños hoy en día están amariconaos, pero con móvil último modelo.

Moisés dijo...

Es cierto que se la jugaron, pero ojalá todos los profesores del mundo tuvieran las mismas ganas y la misma iniciativa que tuvieron los míos. Fué toda una experiencia. Luego repetí en todas las acampadas el resto de años hasta que me fuí al instituto. Allí me hicieron "Rambo"...je je je